Desde pequeño me entusiasmaron mucho las prácticas ecológicas, era una idea fascinante hacer cosas bellas y protectoras de la naturaleza, pero llego un momento en que me di cuenta que la ecología es una ciencia y una práctica imbuida de miedos y preocupaciones egoístas (como todas las ciencias): temer por el futuro propio, temer por que nos falten los satisfactores a futuro.
Me vi ante una disyuntiva, proteger a la naturaleza por miedo de sufrir carencias, o proteger a la naturaleza por que se le ama, realmente era una discusión entre mi mente (preocupada) y mi corazón (deseoso de amar).
Pero ya sobre la marcha me di cuenta de que practicar la ecología por miedo y preocupación no me daba la libertad de amar que yo necesitaba sentir para ser feliz, así que se me hizo claro que no sería feliz sino hasta que me enamorara de la naturaleza y que entonces la práctica ecológica surgiría por si misma, no por un pensamiento sino por un sentimiento.
Me esforcé durante años por sentirme enamorado de mi mundo pero nunca lo logré y perdí la esperanza, pero un día sin darme cuenta empecé a dejar de usar lo que no necesitaba, y si lo usaba me sentía mal, mientras que cuando no lo usaba me surgía un sentimiento sumamente agradable, empecé a examinar ese sentimiento y me di cuenta de que le estaba haciendo mimos a mi mundo, a la naturaleza, ¡le hacía cariñitos como los que uno le hace a su novia consentida!, finalmente estaba enamorado de mi mundo, de la naturaleza.
Un día estaban varios amigos en casa y yo tenía mucha hambre, así que decidí ir a comprar pan para todos. Se me caía la baba de ver y oler aquellos deliciosos panes, y tuve problemas para decidir cuales comprar. Ya de regreso mire hacia las nubes cargadas de humedad y me di cuenta de que tenía dinero en los bolsillos y que eso me permitia comprar aquellos deliciosos panes y me sentí tan afortunado, nunca me había sentido tan agradecido hacia el espíritu como en ese momento, ¡fue tan extraño!... ¡Benditas Lombrices!